18.9.11

De por qué no hay que devolver los libros


Sarmiento decía que tenía dos bibliotecas: una constituida por libros de su propiedad y otra por libros ajenos.
Aunque desconozco si la anécdota es verdadera o si se la adscribo a la persona correcta (bien podría ser de Borges), es cierto que describe un mal de los bibliófilos: ¿quién no le ha perdido el rastro a más de un libro? Y la contrapartida: todas esas personas que se vanaglorian de ser honestas, ¿dirían que fueron víctimas de un ataque de cleptomanía al reconocer en la propia biblioteca libros que no son de su propiedad?
Comprendo que el amor por los libros puede ser tan grande que uno arriesgaría perder un ejemplar querido con tal de que otra persona descubriera la maravilla que halló. Qué importa, si total sabe que se apropiará de la maravilla de otro.
Y es aquí donde reside, a mi juicio, la razón principal para no devolver un libro: es una forma de atarte a otra persona. Una persona que presta un libro es alguien de absoluta confianza y que, al mismo tiempo, confía plenamente en quien recibe el préstamo. Una persona con la que conviene trabar amistad por siempre. ¿Y qué mejor manera de ligarse a una persona si no es a través de un objeto querido?
Devolver el libro es la oportunidad de reencontrarse y poder hablar acerca de eso que los une: la pasión por la lectura.

14.9.11

Notas dispersas e informales sobre el tiempo

Últimamente pienso mucho en el Tiempo: leo sobre el Tiempo, hablo sobre el Tiempo, quiero crear algo en relación con el Tiempo. Más que nada sobre el Tiempo y la Literatura, que me interesa particularmente.
Una pregunta me recorre todos los rincones de la cabeza y no encuentra la respuesta: ¿cómo crear (léase: escribir) algo que trascienda, que sea atemporal, que se pueda leer hoy y que en veinte años no caduque? ¿por qué los carruajes no me suenan ridículos pero presiento que, en algunas décadas (o lustros, no vayamos tan lejos), un celular provocaría la risa de cualquier lector?
Prueba empírica (?): ver el video "The call" de Backstreet boys (¡oigan! que soy finisecular y los BSB estaban muy de moda a mis doce años) me provocó un gran impacto: el último avance de la tecnología era el Nokia 1100. Nada más risible que AJ con un Nokia 1100.
Otro ejemplo: Un crimen secundario, una novela juvenil de Marcelo Birmajer que intercala el texto literario con historietas. No resistió el paso del tiempo: los jóvenes van a la casa de videojuegos y pasan horas en el Pac-Man y en el Gálaga. Si bien son juegos clásicos, no puedo (al menos yo no puedo) dejar de sentirle el olor a naftalina. Nadie se dio cuenta de que la naftalina también evolucionaría a productos menos olorosos.
Si bien el hombre es en esencia el mismo y los grandes temas de la Humanidad se mantienen desde la Antigüedad hasta nuestros días, no sucede lo mismo con la tecnología. Una verdad de perogrullo.
Como si me hubiese leído la mente, Pedro Mairal vino a ordenar en parte todas estas ideas amorfas que se apelotonan en mi cabeza. La cuestión es pensarlo. Las ideas llegarán solas y se acomodarán en fila.

30.6.11

La lectora VI - Leyendo a Sara Gallardo

Lale se compenetró toda la tarde en la historia de Nefer. Sentía el clima agobiante del verano en su propia piel e, incluso, podía tocar las gotas de sudor que -imaginaba- corrían por su frente.

"Bueno resultó el casamiento de la Porota, cuando empezó su desgracia. Qué no iba a recordar la fiesta en casa, el día de calor, los asadores entre el galpón y el corral, el Negro llegando en el alazán que domaba. Había deseado el casamiento de la Porota por él, había cosido su vestido para él, y antes todavía, cuando el turco llegó con su carga de mercaderías, había elegido el género floreado porque pensó que a él le gustaría.
Poner remiendos en las bombachas rotas de sudor y roce de estriberas es feo; zurcir camisas es aburrido, pero el vestido, el vestido mil veces pensado, probado, deshecho y rehecho, con su forma definitiva apareciendo entre las manos, el vestido es otra cosa.
Recuerda cómo se dispuso a plancharlo, con qué atención llenó la plancha de brasas y la sacó al patio para que el aire las avivara."

Lale creía que las mujeres eran así, como Nefer: cuando el amor las moviliza, el trabajo no duele; todo lo que las mujeres hacen y piensan y planean tiene un sentido: ser mejor para su amor.
Al menos, eso era lo que Lale estaba viviendo: Suez ocupaba sus pensamientos segundo a minuto y minuto a hora. Si algo escribía, era para que Suez lo leyera. Si esperaba verlo, se ponía ropa de colores eléctricos, como para que la viese desde lejos y, al irse, la recordara sin problemas. Y se ponía el mismo perfume todos los días, para quedársele grabada también en sus papilas olfativas. Aunque por momentos Lale creía que jugar en un nivel subconsciente no iba a dar resultados a corto plazo, estaba segura de que, a futuro, resultaría inolvidable.
La historia de Nefer le dolía a Lale en el cuerpo, pero ella todavía estaba a tiempo de evitar cualquier desgracia.

27.6.11

La lectora V (primera parte)

La lectora (que desde ahora podríamos llamar "Lale") se encontró en un punto coyuntural de su existencia.
Como ya sabemos, Lale admira profundamente a su escritor (que desde ahora podríamos llamar Sues. O mejor Suez, como el canal).
Como veníamos diciendo, Lale admira tanto a Suez, que sería capaz de cualquier cosa con tal de que él la mirara y le prestara algo de atención. Lale, en primera instancia, se conformaba con que Suez supiera que existía (pero no esa existencia que desaparece en la ausencia, sino aquella que permanece en el pensamiento del otro). En segunda instancia, Lale ya no se conformaba. No señor, quería existencia y presencia, de aquí a la Eternidad.


23.6.11

La lectora IV - Leyendo a Mairal

La lectora estuvo leyendo a Pedro Mairal. Deslizó por debajo de la puerta de la redacción una nota que decía:

Me gustaría que leyeras esto
La lectora

22.6.11

La lectora III - Leyendo a Oliverio

Como si jugara al Literati, pero sin tener que ir a buscar ningún libro, el azar le llevó a la lectora las palabras clave que estaba necesitando, que esperaba leer:
"Se me hizo evidente que yo era un incompetente de la seducción... A la vez, si alguien de nosotros podía volverse competente en esa materia prehistórica y gutural, el indicado era yo... Quizás fuera un hombre destinado a los enseres sensuales y no hubiera tenido oportunidad de saberlo y cebarme en el oficio. Traté de atajar el pensamiento y me convencí de que una victoria de cualquier índole sería gradual. El atropello, la insumisión, la impaciencia, actuarían como potencias contraproducentes que dejarían campo libre a mis dos colegas todavía dormidos."
Cerró Los invertebrables un momento y meditó: ¿ella no sería como ese personaje tullido, cuyas experiencias acerca de la vida se restringían a lo que la Enciclopedia le informaba? Probablemente. Y más probablemente fuera como ese personaje que, además de tullido, creía que podía reemplazar todas sus carencias con su capacidad para dominar las palabras.
Dos cosas tenía claras: no debía apresurarse, porque la concreción de sus deseos dependía del trabajo lento y riguroso, y cualquier paso en falso le daría el lugar a esa/s otra/s que acechaban; la confianza en el éxito era consustancial a éste.
Dos cosas le preocupaban: ¿sus "colegas" estarían dormidas o, por el contrario, más despiertas que nunca? y ¿cómo hacer, en tal caso, para anularlas?

21.6.11

La lectora II

Ya que él ni siquiera sabía que existía su lectora, esa que lo admiraba y casi lo idolatraba, ella decidió que debía hacer algo para cambiar esta situación. "Tomar la iniciativa", le había dicho su analista. No estaba muy segura, pero comenzó a diseñar estrategias que no fueran invasivas: llamarlo por teléfono y cortar indiscriminadamente le pareció que lindaba con lo psicópata. "Encontrarse por casualidad a la salida del trabajo" lo desestimó por elemental: las heroínas de su escritor eran osadas y creativas a la hora de la seducción, así que siguió pensando.
Pensaba, pero no podía demorarse: el tiempo era fundamental. Cada día que ella dilataba sus decisiones, más lejos estaba de alcanzarlo. Sabía que mientra ella se mantenía en el anonimato, él estaba cada vez más cerca de otra, de otras, que tenían nombres que sonaban con fuerza, a los gritos y jadeos.

7.6.11

La lectora I

Había leído todos sus libros. Cada cuento, cada entrevista, cada anécdota y, en particular, cada ensayo. Buscaba en sus textos un mensaje encriptado, una cifra de lo que ella quería leer.
Trató de encontrar su nombre en la primera letra de cada oración en cada nueva obra que él publicaba; intentaba formar anagramas en los que le declarara su amor por ella. A veces se sentía menos pretenciosa y se descubría aludida al ver nombrado en los escritos su color preferido. Otras veces se encontraba pesimista y pensaba que ella no era parte de su mundo, y se retiraba al desconsuelo.
Necesitaba una señal clara, una nota de puño y letra que, si no era mucho pedir, estuviera sellada con sangre. Una invitación formal al Italpark o al cinematógrafo o a cualquier otro lugar de esos que él nombraba en sus historias.