2.4.15

2 años

El martes de la lluvia estuvieron solos. Ellos cuatro y dos personas más a las que les ofrecieron un techo cuando los vieron luchar contra la corriente del río que corría en diagonal por la ciudad. Miraban desde lo alto de la escalera que llevaba al altillo cómo el agua iba subiendo, cómo desaparecía la mesa ratona del comedor, los dos sillones, el piano, las fotos del cumpleaños de 15 de su hija mayor que ya no vivía con ellos. Veían cómo el agua teñía de negro el tapiz de la pared.

El martes de la lluvia estuvieron solas. Ellas dos. La gata se había escabullido en lo alto de un ropero y dormía. La casa estaba construida con desniveles y la cocina era un poco más alta. Se sentaron en la mesada y vieron cómo el agua desbordaba el garaje, cómo entraba en el comedor, cómo se deslizaba por todas las habitaciones de la casa. Habían bajado los interruptores porque Edelap seguía brindando electricidad y tenían miedo de que entrara en cortocircuito la casa.

El miércoles se instalaron en la casa de unos amigos que se ofrecieron para alojarlos. No tenían familia de sangre. Marido y mujer, ambos, eran hijos únicos. Se conocieron en La Plata cuando tenían unos 20 años. Los dos habían venido desde el interior de la provincia para estudiar. Cuando se encontraron por primera vez, Eduardo estaba en tercer año de Medicina y Adriana recién entraba en Traductorado de Inglés. Después de treinta años juntos y tres hijos, seguían siendo felices. Tenían muchos y buenos amigos que habían hecho en todos esos años que vivieron en la ciudad. Amigos del estudio, del trabajo, amigos de amigos.

El miércoles permanecieron en la casa. Fueron a vacunarse después de unas horas de sueño. Los colchones habían quedado intactos. Tuvieron suerte, se decían, no como sus vecinos, ese matrimonio al que la lluvia le había mojado hasta los interruptores de la luz, hasta los toallones que habían quedado colgados en un gancho del baño. Ana María era divorciada y vivía con su hija; tenía siete hermanos, y cada uno de ellos había tenido por lo menos tres hijos. Eran tantos en la familia que incluso algunos cumplían años el mismo día y hacían festejos comunitarios. Después de horas de cola en el hospital, volvieron a casa, comieron un sándwich. No pudieron empezar a sacar el barro porque todavía no tenían agua corriente.

El viernes volvieron. En realidad, los hijos estaban durmiendo en el altillo desde el mismo miércoles para cuidar la casa, por temor a posibles saqueos, pero ese viernes volvieron para limpiar, para tirar todo lo que no podía recuperarse, para ventilar, sacar la capa de barro que manchaba cada rincón. Entraron a la casa armados con baldes, secadores, trapos de piso, lavandina, desinfectante. Habían ido con la familia amiga que los hospedó en su casa. Al poco rato, paró un auto haciéndose lugar entre las pilas de muebles que estaban sobre el cordón de la vereda. Los amigos bajaron, hablaron un rato con Eduardo y Adriana; luego fueron a buscar una hidrolavadora a su casa y volvieron para ayudarlos. Dos amigos de los hijos llegaron en bicicleta con la mochila cargada de termos con agua caliente, el equipo de mate y bizcochitos de grasa.

El viernes seguían con el caos en la casa. Habían sacado revistas, diarios, zapatos. Habían embolsado toneladas de basura y las habían dejado en la vereda, pero era una tarea de nunca acabar, porque no sólo no terminaban de sacar la suciedad de adentro de sus casas sino que tenían que reembolsar lo que ya habían tirado, porque siempre había alguien que rompía las bolsas para ver si encontraba un desecho que pudiera servirle. Estaban exhaustas de limpiar y baldear y volver a sacar la mugre que nunca terminaba de salir. Se sentaban las dos, se miraban, miraban todos los muebles en parte hinchados, en parte desarmados. Lloriqueaban un poco y se volvían a levantar para seguir limpiando. Escuchaban Radio Provincia mientras tiraban fotos arruinadas y se quejaban del dolor de cintura. Puteaban al intendente, al gobernador y a la presidenta, en ese orden y en otros órdenes.

Para el sábado ya habían compuesto la cocina, que se había ahogado con la inundación. Podían calentar agua e invitar con mate a toda la gente que se había acercado a limpiar, a llevarles unas frazadas, a preguntar cómo estaban. Cuando un seminarista se asomó por la ventana para charlar con Adriana y ver qué necesidades tenían, ella le dijo que realmente no necesitaban nada, que no podían quejarse, que sus amigos y los amigos de sus hijos los habían ayudado con todo lo que les hizo falta y que estaba completamente agradecida con todos. Sin embargo, le preocupaba la señora que vivía enfrente, con su hija. Las había visto muy angustiadas cuando se las cruzó en el mercadito de la otra cuadra y desde el día anterior, que había regresado, no recordaba que alguien se hubiera acercado a darles una mano. Apenas las había visto sacar unas bolsas. Habían abierto la puerta del garaje para baldear pero cerraban todo inmediatamente. Adriana suponía que, como estaban las dos solas, tenían miedo de que algún extraño se metiera en sus casas para sacarles lo que les había quedado, pero no terminaba de entenderlo porque todos los vecinos estaban en la vereda, sacando a la calle lo que ya no valía la pena retener.


Adriana cruzó la calle y tocó el timbre de la casa de sus vecinas. La hija se asomó por la ventana para ver quién estaba en la puerta. Adriana le preguntó si estaban bien, si necesitaban ayuda. La chica le dijo –apenas corriendo las cortinas- que gracias, que se arreglaban solas. Adriana se despidió con un “bueno, cualquier cosa avisen”. Ella cerró la ventana. Adriana cruzó la calle de vuelta.