17.11.10

No, no estoy celosa. Para nada. Que me dejaras plantada una hora, hora y media en ese café berreta no me importó, te lo aseguro. El golpe a mi orgullo, cuando todo el mundo me miraba como diciendo ‘pobrecita, la plantaron’, no es la razón principal por la que te estoy haciendo esto. Que te viera de la mano por diagonal 80 con esa negrita lo soporté también. Se nota que es tu estilo, así, bien grasa. Ella, el café, diagonal 80. Lo que me hiciste no me importa. Está claro que soy demasiado para vos.
* * *
- Hola
- Hola K, qué hacés
- ... nada, estaba sola en casa y pensé en llamarte para que vinieras a cenar.
- Uhmmm. Creo que tenía partido con los chicos, pero me fijo, porque no era seguro.
- Sí, fijate. Mirá que tengo una botella de vino por acá
- ...
* * *
No, no lo planeé. Se dio todo naturalmente. Sabía que ibas a venir. Sabía que después de unas copas de vino iba a ser fácil acercarme a vos, desabrocharte un botón de la camisa, y otro, y el resto. Sabía que no ibas a poder pensar en nadie más cuando mi boca cortara tu respiración. No niego que disfruté jugar el papel de vampiresa colgándome de tu cuello. Y mis manos también son más rápidas que tu pensamiento, así que cuando bajé el cierre de tu pantalón, realmente había sacado mucha ventaja, pero te aseguro que todo fue natural, te lo repito, nunca planeé esta noche, ni la música, ni la luz, ni la comida, ni el alcohol. Fue una eventualidad también que hubiera mantenido cerca la cuchilla que me sirvió para cortar unas porciones de queso y que la hubiese usado justo en ese momento en que más hombre te sentías.
Fue una eventualidad, ya lo dije, pero tampoco es tan preocupante. De cualquier forma, no se perdió mucho. Si incluso mi gata no tuvo más que una comida.

8.11.10

La salita oscura

Juanito no se quería soltar de la mano de su mamá, aunque en ese momento, a decir verdad, había superado sus complejos edípicos: el pintor que le habían puesto era sumamente caluroso y además el color era bastante feo. Y esa bolsa que le habían colgado de la manita no podía ser más ridícula. ¿Cuántos años se pensaba su madre que él tenía? ¿tres? Eso de ir al jardín de infantes era para nenes tontos, no para él.
Lo recibió una mujer gorda y platinada. Juanito creía que no podía sentir más miedo, hasta que vio flores enormes de goma eva, inmensos autos de juguete, muñecas gigantescas de papel crepe, números inconmensurables de colores que nunca había visto.
Juanito se asustó mucho, necesitaba urgentemente su mamadera. Quería una mamadera tan grande como la casa de muñecas que estaba en la esquina del salón. Juanito empezó a llorar. Lloró, lloró, lloró. Lloró y sus lágrimas comenzaron a llenar su anhelada mamadera. El líquido lechoso comenzó a subir y llegó hasta la tetina; siguió subiendo y una lluvia blanca regó sus pies. Juanito los miró. La espuma de las olas iba avanzando y retrocediendo lentamente. El agua llegaba hasta sus rodillas, estaba fría y le hacía cosquillas. Juanito miró hacia el horizonte y dejó que la brisa marina le acariciara las pestañas y las cejas. Luego comenzó a mover sus piecitos en círculos y descubrió con ellos un caracol perlado. Lo sacó de la arena y lo acercó a su oreja. Todo el mar estaba encerrado ahí; un universo transportable, se dijo Juanito.
La sensación de ahogo se le había pasado. Allí estaba Juanito, sosteniendo con una mano su hogar y con la otra mano su mundo.