8.11.10

La salita oscura

Juanito no se quería soltar de la mano de su mamá, aunque en ese momento, a decir verdad, había superado sus complejos edípicos: el pintor que le habían puesto era sumamente caluroso y además el color era bastante feo. Y esa bolsa que le habían colgado de la manita no podía ser más ridícula. ¿Cuántos años se pensaba su madre que él tenía? ¿tres? Eso de ir al jardín de infantes era para nenes tontos, no para él.
Lo recibió una mujer gorda y platinada. Juanito creía que no podía sentir más miedo, hasta que vio flores enormes de goma eva, inmensos autos de juguete, muñecas gigantescas de papel crepe, números inconmensurables de colores que nunca había visto.
Juanito se asustó mucho, necesitaba urgentemente su mamadera. Quería una mamadera tan grande como la casa de muñecas que estaba en la esquina del salón. Juanito empezó a llorar. Lloró, lloró, lloró. Lloró y sus lágrimas comenzaron a llenar su anhelada mamadera. El líquido lechoso comenzó a subir y llegó hasta la tetina; siguió subiendo y una lluvia blanca regó sus pies. Juanito los miró. La espuma de las olas iba avanzando y retrocediendo lentamente. El agua llegaba hasta sus rodillas, estaba fría y le hacía cosquillas. Juanito miró hacia el horizonte y dejó que la brisa marina le acariciara las pestañas y las cejas. Luego comenzó a mover sus piecitos en círculos y descubrió con ellos un caracol perlado. Lo sacó de la arena y lo acercó a su oreja. Todo el mar estaba encerrado ahí; un universo transportable, se dijo Juanito.
La sensación de ahogo se le había pasado. Allí estaba Juanito, sosteniendo con una mano su hogar y con la otra mano su mundo.

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