Hay dados y dominós que juegan en la cabecera del morir,
para futuras evoluciones
Santiago Dabove
En la sala común del asilo, don Pancho tomaba un té. Eran sus últimos días y él lo sabía. No porque alguien se lo hubiera dicho, sino porque tenía esa certeza que todos los ancianos tienen antes de que les llegue su hora. Ese último momento de la vida en que las personas dejan el legado que las haga permanecer un poco más sobre la tierra.
Don Pancho era un anciano más, uno de los tantos abandonados por sus hijos en el asilo. Su vida no había sido extraordinaria: había trabajado siempre en la sodería, se enamoró de Marta, se casó, tuvo dos hijos, y cuando Marta murió y él se olvidó la llave de gas abierta, Juan Carlos y Jorge Luis dijeron que ya no podían dejarlo solo y que sería mejor para él si lo internaran.
La vida sólo le había dado un nieto, Eloy, al que veía cada dos meses, con suerte. Don Pancho se prometió esperar a que su nieto fuera a verlo para poder irse en paz de este mundo. Ya había pasado un mes y medio desde su última visita, así que no faltaría mucho para la próxima. Podrían jugar una partida de dominó, como siempre lo hacían, con ese juego de fichas de marfil que su propio padre le había regalado cuando era sólo un chico y que todavía conservaba. Había pensado en regalárselo a Eloy, porque le parecía que era hacer algo de justicia con su memoria.
Todas las tardes, Don Pancho se sentaba a tomar el té, sacaba el juego de dominó de su caja de madera y disponía las fichas para empezar a jugar. Era su forma de llamar a Eloy, y para él, esperarlo con el dominó en la mesa era ponerse su mejor traje.
La tarde pasaba, Don Pancho lustraba las fichas y a eso de las ocho las guardaba.
El día que se cumplían dos meses desde la última visita de Eloy, Don Pancho estaba ansioso y angustiado. Sabía que se acabaría todo. Se levantó temprano, se bañó, se afeitó, se puso ropa limpia y perfumada, porque respetaba mucho a la Muerte y creía que era una visita que había que recibir con honores. Como cuando el médico iba a su casa y Marta sacaba el juego de porcelana para tomar el té, ese que sus suegros les habían regalado el día de su casamiento.
Pensó en todas las cosas que iba a charlar con su nieto, de cómo le iba en la facultad, de que no se peleara tanto con Juan Carlos, de que le dijera a esa chica cuánto la quería, que nadie podía ofenderse por ser amado. Y pensó también en las solemnes palabras con las que le regalaría su dominó: "Eloy, nieto querido, llega un momento en la vida de los hombres...". Así hizo y deshizo sus palabras, sentado en la sala común. A las cinco, religiosamente, Don Pancho sacó las fichas y esperó a su nieto. Se hicieron las ocho, las nueve, las diez. Se quedó dormido en su silla hasta que la enfermera vino a despertarlo.
Al día siguiente, Don Pancho repitió el ritual del día anterior, seguro de que esta vez su nieto vendría a visitarlo, pero tampoco llegó.
Así pasó una semana, un mes, una vida.