El martes de la
lluvia estuvieron solos. Ellos cuatro y dos personas más a las que les
ofrecieron un techo cuando los vieron luchar contra la corriente del río que
corría en diagonal por la ciudad. Miraban desde lo alto de la escalera que
llevaba al altillo cómo el agua iba subiendo, cómo desaparecía la mesa ratona
del comedor, los dos sillones, el piano, las fotos del cumpleaños de 15 de su
hija mayor que ya no vivía con ellos. Veían cómo el agua teñía de negro el
tapiz de la pared.
El martes de la lluvia
estuvieron solas. Ellas dos. La gata se había escabullido en lo alto de un
ropero y dormía. La casa estaba construida con desniveles y la cocina era un
poco más alta. Se sentaron en la mesada y vieron cómo el agua desbordaba el
garaje, cómo entraba en el comedor, cómo se deslizaba por todas las
habitaciones de la casa. Habían bajado los interruptores porque Edelap seguía
brindando electricidad y tenían miedo de que entrara en cortocircuito la casa.
El miércoles se
instalaron en la casa de unos amigos que se ofrecieron para alojarlos. No
tenían familia de sangre. Marido y mujer, ambos, eran hijos únicos. Se
conocieron en La Plata
cuando tenían unos 20 años. Los dos habían venido desde el interior de la
provincia para estudiar. Cuando se encontraron por primera vez, Eduardo estaba
en tercer año de Medicina y Adriana recién entraba en Traductorado de Inglés. Después
de treinta años juntos y tres hijos, seguían siendo felices. Tenían muchos y
buenos amigos que habían hecho en todos esos años que vivieron en la ciudad.
Amigos del estudio, del trabajo, amigos de amigos.
El miércoles
permanecieron en la casa. Fueron a vacunarse después de unas horas de sueño.
Los colchones habían quedado intactos. Tuvieron suerte, se decían, no como sus
vecinos, ese matrimonio al que la lluvia le había mojado hasta los
interruptores de la luz, hasta los toallones que habían quedado colgados en un
gancho del baño. Ana María era divorciada y vivía con su hija; tenía siete
hermanos, y cada uno de ellos había tenido por lo menos tres hijos. Eran tantos
en la familia que incluso algunos cumplían años el mismo día y hacían festejos
comunitarios. Después de horas de cola en el hospital, volvieron a casa,
comieron un sándwich. No pudieron empezar a sacar el barro porque todavía no
tenían agua corriente.
El viernes volvieron.
En realidad, los hijos estaban durmiendo en el altillo desde el mismo miércoles
para cuidar la casa, por temor a posibles saqueos, pero ese viernes volvieron
para limpiar, para tirar todo lo que no podía recuperarse, para ventilar, sacar
la capa de barro que manchaba cada rincón. Entraron a la casa armados con
baldes, secadores, trapos de piso, lavandina, desinfectante. Habían ido con la
familia amiga que los hospedó en su casa. Al poco rato, paró un auto haciéndose
lugar entre las pilas de muebles que estaban sobre el cordón de la vereda. Los
amigos bajaron, hablaron un rato con Eduardo y Adriana; luego fueron a buscar
una hidrolavadora a su casa y volvieron para ayudarlos. Dos amigos de los hijos
llegaron en bicicleta con la mochila cargada de termos con agua caliente, el equipo
de mate y bizcochitos de grasa.
El viernes seguían
con el caos en la casa. Habían sacado revistas, diarios, zapatos. Habían
embolsado toneladas de basura y las habían dejado en la vereda, pero era una
tarea de nunca acabar, porque no sólo no terminaban de sacar la suciedad de
adentro de sus casas sino que tenían que reembolsar lo que ya habían tirado,
porque siempre había alguien que rompía las bolsas para ver si encontraba un
desecho que pudiera servirle. Estaban exhaustas de limpiar y baldear y volver a
sacar la mugre que nunca terminaba de salir. Se sentaban las dos, se miraban,
miraban todos los muebles en parte hinchados, en parte desarmados. Lloriqueaban
un poco y se volvían a levantar para seguir limpiando. Escuchaban Radio
Provincia mientras tiraban fotos arruinadas y se quejaban del dolor de cintura.
Puteaban al intendente, al gobernador y a la presidenta, en ese orden y en
otros órdenes.
Para el sábado ya
habían compuesto la cocina, que se había ahogado con la inundación. Podían
calentar agua e invitar con mate a toda la gente que se había acercado a
limpiar, a llevarles unas frazadas, a preguntar cómo estaban. Cuando un
seminarista se asomó por la ventana para charlar con Adriana y ver qué
necesidades tenían, ella le dijo que realmente no necesitaban nada, que no
podían quejarse, que sus amigos y los amigos de sus hijos los habían ayudado
con todo lo que les hizo falta y que estaba completamente agradecida con todos.
Sin embargo, le preocupaba la señora que vivía enfrente, con su hija. Las había
visto muy angustiadas cuando se las cruzó en el mercadito de la otra cuadra y
desde el día anterior, que había regresado, no recordaba que alguien se hubiera
acercado a darles una mano. Apenas las había visto sacar unas bolsas. Habían
abierto la puerta del garaje para baldear pero cerraban todo inmediatamente. Adriana
suponía que, como estaban las dos solas, tenían miedo de que algún extraño se
metiera en sus casas para sacarles lo que les había quedado, pero no terminaba
de entenderlo porque todos los vecinos estaban en la vereda, sacando a la calle
lo que ya no valía la pena retener.
Adriana cruzó la
calle y tocó el timbre de la casa de sus vecinas. La hija se asomó por la
ventana para ver quién estaba en la puerta. Adriana le preguntó si estaban
bien, si necesitaban ayuda. La chica le dijo –apenas corriendo las cortinas-
que gracias, que se arreglaban solas. Adriana se despidió con un “bueno,
cualquier cosa avisen”. Ella cerró la ventana. Adriana cruzó la calle de
vuelta.